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viernes, 4 de marzo de 2016

El Infierno tormento eterno o castigo definitivo?


El infierno es una doctrina bíblica, pero ¿qué clase de infierno? ¿Un lugar donde los pecadores impenitentes arden para siempre y sufren dolor conscientemente en un fuego que nunca termina? ¿O un juicio penal mediante el cual Dios aniquila a los pecadores y el pecado para siempre?
Tradicionalmente, a lo largo de los siglos, las iglesias y los predicadores han enseñado categóricamente la idea de que el infierno es un tormento eterno. Pero en tiempos recientes, raramente oímos los viejos sermones de “fuego y azufre”, aun por parte de predicadores fundamentalistas, los que teóricamente todavía podrían estar comprometidos con dicha creencia. Su reticencia en predicar sobre el tormento eterno muy probablemente no se debe a la falta de integridad en proclamar una verdad impopular, sino a su aversión a predicar una doctrina que encuentran difícil de creer. Después de todo, ¿cómo es posible que el Dios que tanto amó al mundo que envió a su Hijo unigénito para salvar a los pecadores pueda también ser un Dios que tortura a la gente (aun al peor de los pecadores) para siempre, por el tiempo sin fin? ¿Cómo puede Dios ser un Dios de amor y justicia y sin embargo atormentar a los pecadores para siempre en un infierno ardiente?

Esta paradoja inaceptable ha inducido a eruditos bíblicos de todas las denominaciones a reexaminar las enseñanzas bíblicas referentes al infierno y el castigo final.1 

He aquí la cuestión fundamental: ¿El fuego del infierno atormenta a los perdidos eternamente o los consume en forma permanente? Las respuestas a esta pregunta varían. Dos interpretaciones recientes destinadas a hacer más humano el infierno merecen una breve mención. 

Puntos de vista alternativos sobre el infierno 

Una perspectiva metafórica del infierno. La interpretación metafórica sostiene que el infierno es un tormento eterno, pero que el sufrimiento es más mental que físico. El fuego no es literal sino figurado, y el dolor es causado más por un sentido de separación de Dios que por tormentos físicos.2 

Billy Graham expresa este punto de vista metafórico cuando dice: “A menudo me he preguntado si el infierno no es un terrible ardor dentro de nuestros corazones en busca de Dios, para tener compañerismo con Dios, un fuego que nunca podemos extinguir”.3 La interpretación de Graham es ingeniosa, por no decir otra cosa. Desafortunadamente, ignora el hecho de que la descripción bíblica del “ardor” no se refiere a un ardor dentro del corazón, sino a un lugar donde los malvados son consumidos. 

William Crockett también arguye en favor de la interpretación metafórica: “El infierno, entonces, no debiera ser descrito como un infierno vomitando fuego como el horno ardiente de Nabucodonosor. Lo más que podemos decir es que los rebeldes serán expulsados de la presencia de Dios, sin ninguna esperanza de restauración. Como Adán y Eva serán echados, pero esta vez a la ‘noche eterna’, donde el gozo y la esperanza se han perdido para siempre”.4 

El problema con esta imagen del infierno es que meramente desea reemplazar el tormento físico con la angustia mental. Algunos pueden cuestionar si la angustia mental eterna es realmente más humana que el tormento físico. Aun si eso fuera cierto, la reducción del cociente de dolor en un infierno no literal no cambia sustancialmente la naturaleza del infierno, puesto que éste todavía continúa siendo un lugar de tormento sin fin. 

La solución ha de encontrarse no en una humanización o saneamiento del concepto tradicional del infierno, de suerte que finalmente pueda ser un lugar más tolerable donde los malvados pasen la eternidad, sino en una comprensión de la verdadera naturaleza del castigo final, el cual, como veremos, es una aniquilación permanente y no un tormento eterno. 

Una perspectiva universalista del infierno. Una segunda revisión del infierno, más radical, ha sido intentada por los universalistas, quienes reducen el infierno a una condición temporaria de castigos escalonados que finalmente conducen al cielo. Los universalistas creen que finalmente Dios triunfará en su propósito de conducir a todo ser humano a la salvación y la vida eterna, de modo que nadie, en realidad, será condenado en el juicio final ya sea al tormento eterno o a la aniquilación.5 

Nadie puede negar el atractivo que el universalismo tiene para la conciencia del cristiano, porque toda persona que ha sentido el amor de Dios anhela ver que él salve a todos. Sin embargo, nuestro aprecio por el interés de los universalistas en promover el triunfo del amor de Dios y en refutar el concepto antibíblico del sufrimiento eterno, no debe cegarnos al hecho de que esta doctrina es una seria distorsión de la enseñanza bíblica. La salvación universal no puede ser una idea correcta meramente porque la del sufrimiento eterno esté equivocada. El alcance universal del propósito redentor de Dios no debe confundirse con el hecho de que aquellos que rechacen su provisión de salvación perecerán.
Si bien tanto el punto de vista metafórico como el universalista representan esfuerzos bien intencionados para atenuar el concepto del sufrimiento eterno, fallan en hacer justicia a la información bíblica y de ese modo, en última instancia, tergiversan la doctrina bíblica del castigo final de los perdidos. La solución sensible a los problemas de la perspectiva tradicional debe encontrarse, no reduciendo o eliminando la cuota de dolor de un infierno literal, sino aceptando el infierno por lo que es: el castigo final y la aniquilación permanente de los malvados. Como dice la Biblia: “El malo no existirá más” (Salmo 37:10)* porque “su fin será la perdición” (Filipenses 3:19). 

El infierno como aniquilación 

La creencia en la aniquilación final de los perdidos se basa en cuatro consideraciones bíblicas principales: (1) la muerte como castigo del pecado; (2) el vocabulario bíblico sobre la destrucción de los malvados; (3) las implicaciones morales del tormento eterno; y (4) las implicaciones cosmológicas del tormento eterno. 

La muerte como castigo del pecado. La aniquilación final de los pecadores impenitentes se indica, primero de todo, por el principio bíblico fundamental de que el castigo final del pecado es la muerte. “El que peque, ése morirá” (Ezequiel 18:4, 20). “Porque la paga del pecado es la muerte” (Romanos 6:23). El castigo del pecado, por supuesto, abarca no sólo la primera muerte, que todos experimentan como un resultado del pecado de Adán, sino también lo que la Biblia llama la segunda muerte (Apocalipsis 20:14; 21:8), que es la muerte final, irreversible, experimentada por los pecadores impenitentes. Esto significa que la paga final del pecado no es el tormento eterno, sino la muerte permanente. 

La Biblia enseña que la muerte es la cesación de la vida. Si no fuera por la certeza de la resurrección, la muerte que experimentamos sería la terminación de nuestra existencia (1 Corintios 15:17, 18). Es la resurrección lo que hace que la muerte, en vez de ser el fin definitivo de la vida, se convierta en un sueño temporario. Pero no hay resurrección a partir de la muerte segunda, porque aquellos que la experimentan son consumidos en “el lago de fuego” (Apocalipsis 20:14). Esa será la aniquilación final. 


El vocabulario bíblico sobre la destrucción de los impíos. La segunda razón apremiante para creer en la aniquilación de los perdidos en ocasión del juicio final es el amplio vocabulario de destrucción usado en la Biblia para describir el fin de los impíos. De acuerdo con Basil Atkinson, el Antiguo Testamento usa más de 25 sustantivos y verbos para describir la destrucción final de los impíos.6 

Varios salmos, por ejemplo, describen la destrucción de los impíos con imágenes dramáticas (Salmos 1:3-6; 2:9-12; 11:1-7; 34:8-22; 58:6-10; 69:22-28; 145:17, 20). En el Salmo 37, por ejemplo, leemos que los malvados “como hierba serán pronto cortados” (vers. 2); “serán exterminados”, “el malo no existirá más” (vers. 9-10); los impíos “se disiparán como humo” (vers. 20), “serán exterminados juntos” (vers. 38). El Salmo 1 contrasta el camino de los justos con el de los malos. Del último se dice que “no se levantarán los malos en el juicio” (vers. 5), que son “como la paja que arrebata el viento” (vers. 4); y que “la senda de los malos perecerá” (vers. 6). En el Salmo 145, David afirma que el Señor “guarda a todos los que lo aman, pero destruirá a todos los impíos” (vers. 20). Esta muestra de referencias bíblicas sobre la destrucción final de los impíos armoniza completamente con la enseñanza del resto de las Escrituras. 

Los profetas frecuentemente anuncian la destrucción final de los impíos en conjunción con el día escatológico del Señor. Isaías proclama que “los rebeldes y pecadores serán destruidos juntos. Y los que dejan al Eterno serán consumidos” (cap. 1:28). Se encuentran descripciones similares en Sofonías (1:15, 17-18) y en Oseas (13:3). 

La última página del Antiguo Testamento hace una descripción contrastante entre el destino de los creyentes y el de los incrédulos. Sobre aquellos que temen al Señor, “nacerá el Sol de Justicia, y en sus alas traerá sanidad” (Malaquías 4:2). Pero a los incrédulos y soberbios, el día del Señor “los abrasará, y no quedará de ellos ni raíz ni rama” (Malaquías 4:1). 

El Nuevo Testamento sigue fielmente al Antiguo en la descripción del fin de los impíos, con palabras e imágenes que denotan total aniquilación. Jesús comparó la completa destrucción de los malos con cosas tales como la cizaña que es atada en manojos para ser quemada (Mateo 13:30, 40); los peces malos que son tirados (Mateo 13:48); las plantas dañinas que son desarraigadas (Mateo 15:13); los árboles infructíferos que son cortados (Lucas 13:7); las ramas que se desechan para ser quemadas (Juan 15:6); los labradores infieles que son destruidos (Lucas 20:16); el siervo malo que será castigado (Mateo 24:51); los antediluvianos que fueron destruidos por el diluvio (Lucas 17:27); los habitantes de Sodoma y Gomorra que fueron destruidos por el fuego (Lucas 17:29); y los siervos rebeldes que fueron degollados al regreso de su amo (Lucas 19:14, 27). 

Todas estas ilustraciones describen gráficamente la destrucción final de los impíos. El contraste entre el destino de los salvados y el de los perdidos es el de la vida en contraste con la destrucción. 

Aquellos que apelan a las referencias de Cristo al infierno o al fuego eterno (gehenna, Mateo 5:22, 29-30; 18:8-9; 23:15, 33; Marcos 9:43-44, 46-48) para apoyar su creencia en el tormento eterno, fallan en reconocer un punto importante. Como lo señala John Stott, “El fuego en sí es calificado como ‘eterno’ y ‘que no se apaga’, pero sería muy raro si lo que es arrojado en él resultara indestructible. Nuestra expectativa sería precisamente lo opuesto: que sería consumido para siempre, no atormentado para siempre. De ahí que es el humo (evidencia de que el fuego ha hecho su obra) lo que ‘sube para siempre jamás’ (Apocalipsis 14:11; ver cap. 19:3).7 La referencia de Cristo a la gehenna no indica que el infierno es un lugar de tormento sin fin. Lo que es eterno o inextinguible no es el castigo sino el fuego, el cual, como en el caso de Sodoma y Gomorra, causa la destrucción completa y permanente de los impíos, una condición que dura para siempre. 

La declaración de Cristo de que los impíos “irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna” (Mateo 25:46) es considerada generalmente como una prueba del sufrimiento eterno consciente de los malignos. Esta interpretación ignora la diferencia entre castigo eterno y castigando eternamente. La palabra griega aionios (“eterno”) significa literalmente “que dura por los siglos”, y a menudo se refiere a la permanencia del resultado antes que a la continuación de un proceso. Por ejemplo, Judas 7 dice que Sodoma y Gomorra “sufrieron el castigo del fuego eterno [aionios]”. Es evidente que el fuego que destruyó a las dos ciudades fue eterno, no por su duración sino por sus resultados permanentes. 

Otro ejemplo se encuentra en 2 Tesalonicenses 1:9, donde Pablo, hablando de aquellos que rechazan el Evangelio, dice: “Estos serán castigados de eterna destrucción por la presencia del Señor y por la gloria de su poder”. Es evidente que la destrucción de los impíos no puede ser eterna en su duración, porque es difícil imaginar un proceso de destrucción eterno, inconcluso. La destrucción presupone aniquilación. La destrucción de los impíos es eterna, no porque el proceso de destrucción continúe para siempre, sino porque los resultados son permanentes. 

El lenguaje de destrucción es ineludible en el libro de Apocalipsis. Representa allí el método de Dios para vencer la oposición del mal hacia él mismo y a su pueblo. Juan describe con vívidas imágenes el lanzamiento del diablo, la bestia, el falso profeta, la muerte, el sepulcro y los impíos al lago de fuego, que es “la segunda muerte” (Apocalipsis 21:8; ver 20:14; 2:11; 20:6). 

Los judíos frecuentemente usaban la frase “la segunda muerte” para describir la muerte final, irreversible. Pueden encontrarse numerosos ejemplos de ello en el Targum, la traducción aramea e interpretación del Antiguo Testamento. Por ejemplo, el Targum sobre Isaías 65:6 se expresa así: “Su castigo será en la gehenna, donde el fuego arde todo el día. He aquí, escrito está delante de mí: ‘No les daré respiro durante [su] vida, pero les aplicaré el castigo de sus transgresiones y entregaré sus cuerpos a la segunda muerte’ “.8 

Para los salvados, la resurrección marca la recompensa de una segunda vida, superior, pero para los perdidos indica la retribución de una segunda muerte, definitiva. Así como no hay más muerte para los redimidos (Apocalipsis 21:4), tampoco hay más vida para los perdidos (Apocalipsis 21:8). La “segunda muerte”, entonces, es la muerte final, irreversible. Interpretar la frase de otra manera, como tormento consciente eterno o separación de Dios, es negar el significado bíblico de la muerte como cesación de la vida. 

Las implicaciones morales del tormento eterno. Encontramos una tercera razón para creer en la aniquilación final de los perdidos en las implicaciones morales inaceptables de la doctrina del tormento eterno. La noción de que Dios tortura deliberadamente a los pecadores durante las edades sin fin de la eternidad es totalmente incompatible con la revelación bíblica de Dios como un Ser de amor infinito. Un Dios que les impone a sus criaturas una tortura inacabable, no importa cuán pecadores puedan haber sido, no puede ser el Padre amante que nos es revelado por Jesucristo. 

¿Tiene Dios dos caras? ¿Es ilimitadamente misericordioso por un lado e insaciablemente cruel por el otro? ¿Puede amar tanto a los pecadores que envió a su Hijo para salvarlos, y sin embargo odiar tanto a los pecadores impenitentes como para someterlos a un interminable tormento cruel? ¿Podemos legítimamente alabar a Dios por su bondad, si atormenta a los pecadores por las edades de la eternidad? La intuición moral que Dios ha implantado en nuestra conciencia no puede aceptar la crueldad de una deidad que somete a los pecadores a un tormento sin fin. La justicia divina jamás podría demandar para pecados finitos la penalidad infinita del dolor eterno. 

Además, el tormento eterno, consciente, es contrario a la visión bíblica de justicia porque tal castigo crearía una seria desproporción entre los pecados cometidos durante el lapso de una vida y el castigo resultante que duraría toda la eternidad. Como lo plantea John Stott: “¿No habría, entonces, una seria desproporción entre los pecados cometidos conscientemente en el tiempo y el tormento experimentado conscientemente durante toda la eternidad? No minimizo la gravedad del pecado como rebelión contra Dios nuestro Creador, pero cuestiono si el ‘tormento eterno, consciente’, es compatible con la revelación bíblica de la justicia divina”.9 

Las implicaciones cosmológicas del tormento eterno. Una cuarta y última razón para creer en la aniquilación de los perdidos es que el tormento eterno presupone un dualismo cósmico eterno. El cielo y el infierno, la felicidad y el dolor, el bien y el mal continuarían existiendo para siempre uno al lado del otro. Es imposible reconciliar este punto de vista con la visión profética del nuevo mundo, según la cual no habrá más “llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4). ¿Cómo podrían olvidarse el llanto y el dolor si la agonía y la angustia de los perdidos fuesen características permanentes del nuevo orden? 

La presencia de incontables millones sufriendo para siempre un tormento penosísimo, aunque esto ocurriera muy lejos del campamento de los salvados, sólo podría servir para destruir la paz y la felicidad del nuevo mundo. La nueva creación sería defectuosa desde el mismo comienzo, puesto que los pecadores permanecerían como una realidad eterna en el universo de Dios. 

El propósito del plan de salvación es finalmente erradicar de este mundo la presencia del pecado y de los pecadores. Sólo si los pecadores, Satanás y los demonios son por último consumidos en el lago de fuego y extinguidos mediante la segunda muerte, podremos verdaderamente decir que la misión redentora de Cristo se ha cumplido. El tormento eterno proyectaría una sombra oscura permanente sobre la nueva creación. 

Nuestra época necesita desesperadamente aprender el temor de Dios, y esta es una razón para predicar el juicio y el castigo finales. Necesitamos advertir a la gente de que aquellos que rechazan los principios de vida de Cristo y su provisión de salvación, finalmente experimentarán un juicio terrible y “serán castigados de eterna destrucción” (2 Tesalonicenses 1:9). Necesitamos proclamar osadamente las grandes alternativas entre la vida eterna y la destrucción permanente. La restauración del punto de vista bíblico sobre el juicio final puede soltar la lengua de los predicadores, porque podrán predicar esta doctrina vital sin el temor de representar a Dios como un monstruo.


Notas al pie.

1. Para información sobre investigaciones recientes sobre la naturaleza del infierno, ver Samuele Bacchiocchi: Immortality or Resurrection? A Biblical Study on Human Nature and Destiny (Berrien Springs, Mich.: Biblical Perspectives, 1997), pp. 193-248.
 2. Ver William V. Crockett: “The Metaphorical View”, in William Crockett, ed., Four Views of Hell (Grand Rapids, Mich.: Zondervan, 1992), pp. 43-81. 
3. Billy Graham: “There Is a Real Hell”, Decision 25 (Julio-Agosto 1984), p. 2. En cierto lugar, Graham pregunta: “¿Podría ser que el fuego al que se refirió Jesús es una eterna búsqueda de Dios que nunca se satisface? El estar lejos de Dios para siempre, separados de su presencia, sería, ciertamente, un infierno”. Ver The Challenge: Sermons From Madison Square Garden (Garden City, N. Y.: Doubleday, 1969), p. 75. 
4. Crockett, p. 61. 
5. Basil F. C. Atkinson: Life and Immortality: An Examination of the Nature and Meaning of Life and Death as They Are Revealed in the Scriptures (Taunton, England: E. Goodman, s. f.), pp. 85, 86.
6. Ibíd. 
7. John Stott y David L. Edwards, Essentials: A Liberal-Evangelical Dialogue (London: Hodder y Stoughton, 1988), p. 316.
8. M. McNamara, The New Testament and the Palestinian Targum to the Pentateuch (New York: Pontifical Biblical Institute, 1978), p. 123. 
9. Stott y Edwards, Essentials, pp. 318, 319.
10. Autor: Samuele Bacchiocchi (Ph.D., Pontificia Universita Gregoriana) es un profesor de religión en la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan, E.U.A. Este artículo está basado en un capítulo de su nuevo libro Immortality or Resurrection? A Biblical Study on Human Nature and Destiny (Berrien Springs, Michigan: Biblical Perspectives, 1997). Su dirección postal es: 4990 Appian Way; Berrien Springs, Michigan 49103; E.U.A.

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